Hijos de Antachán,
por
Alberto Martínez.
Venían de más allá de Raticulín. Habían
tardado unos trescientos años luz en llegar a nuestro Sistema Solar, y estaban
hambrientos.
- Yo probaré los callos de Madrid... – dijo
un tipo verde con un ojete en la frente.
- Yo las gachas de Cuenca...- dijo otro, al
cual le colgaban dos espléndidos testículos a modo de papada.
Y es que estar trescientos años en formol le
abre a cualquiera el apetito.
La nave descendió en las afueras de Valencia,
concretamente en el Barrio de La Coma. Antachán salió el primero. Era un tipo
más bien tirando a alto, de unos tres metros y medio y con un enorme cimbrel,
el cual blandía orgulloso, ya que no llevaba pantalones. De la civilización que él provenía, no existían
los pantalones, nunca se inventaron. En su lugar, llevaba tacones y mini falda.
Antachán no era hombre, ni tampoco mujer,
pese a poseer enormes atributos masculinos. Su mastodóntica trompa no servía
con fines reproductores, es más, era un trozo de carne muerta que solo le
provocaba problemas, ya que al caminar le hacía rozaduras en las ingles.
Pero aún más importante que el pene de
Antachán, eran los motivos por los cuales habían venido desde tan lejos a
hacernos una visita.
No era la primera vez que venían, es más, les
gustaba veranear en la Manga del mar menor. A ellos les merecía la pena venir,
más que nada por lo agradable del clima y por las murcianas. Les encantaban las
murcianas, especialmente guisadas con patatas y acompañadas de un refrescante
vino blanco.
Pero en esta ocasión no habían venido a
disfrutar de la playa o de sus manjares, ni mucho menos. Habían venido a traer
un mensaje de sabiduría y paz, a transmitir sus conocimientos, decenas de miles
de años más avanzados que los nuestros.
Venían a revelarnos ancestrales misterios
como el significado de la vida, la creación del universo o el secreto de la
Coca Cola. Venían a explicarnos que la vida en la tierra existe gracias a
ellos, que hace unos tres mil quinientos millones de años pasaban por aquí y
dejaron unas bacterias en una charca, a modo de experimento.
Venían a contarnos que han guiado nuestra
existencia, ayudando a los distintos tipos de vida a evolucionar, observándonos
desde lo más profundo del universo, o desde una hamaca en las playas de Murcia.
Venían a revelarnos nuestra auténtica
historia, a contarnos que un día que andaban por Egipto se les antojó hacer
unas pirámides, o que nunca hicimos caso a su verdadero enviado, Carlos Jesús,
y que en cambio sí que creímos a un hippie colgado que decía ser hijo de una
paloma.
En definitiva, venían a ofrecernos viajar con
ellos a otros mundos, a otras dimensiones donde no existían cosas tan nimias
como la guerra, las banderas, la crisis, los políticos o David Bisbal. Venían a
ofrecer a la humanidad la posibilidad de dar un paso en la escala evolutiva.
Pero resultó ser que ese día, el día que
Antachán y su gente nos visitó por última vez, España jugaba la final de la
Eurocopa y toda la humanidad se hacinaba en sus casas y en los bares, ajenos a
todo lo demás.